Vivir, observar, resistir

Estoy aquí, sentada en la sala de espera del centro donde me administran la quimioterapia.
Hoy, en otro sofá. Mismo lugar, distinto ángulo, otra versión de mí.

La vida te muestra tantas facetas.
Y aunque este escenario podría haberme sacado de mis casillas en otro momento, hoy me encuentro agradecida, incluso en medio del caos. Agradecida de estar aquí, viva, con acceso al tratamiento, rodeada de señales invisibles de propósito.

Desde la última vez que estuve aquí, ha sido una verdadera montaña rusa.
Como les conté, por razones de cobertura y costos, tuve que cambiar de centro y de oncólogo.
Dejar atrás a mi equipo médico, con quienes recorrí cinco años de historia, no fue fácil.
Pero la providencia me trajo a una nueva oncóloga con la que, afortunadamente, me siento bien.

Este nuevo centro ha sido un reto.
Una misión del Todopoderoso, quizás, para recordarme el valor de la humildad, la empatía y la realidad humana.
Aquí, en esta sala, comparto espacio con personas de diferentes edades, clases sociales, acentos, miradas, historias… unidos por un mismo enemigo silencioso: el cáncer.

Y aquí me pregunto:
¿Es fácil mantener buena vibra cuando todo está bajo control? ¿Y los demás, cómo lo hacen?

Estas semanas he estado evaluando al detalle la cobertura de mi seguro, analizando fechas, porcentajes, renovaciones.
Hubo sustos, omisiones de información que, si hubiese sido hipertensa, habrían sido fatales. Pero también hubo correcciones, suspiros, soluciones.

Hoy, mientras espero, escucho el eco de llamadas en altavoz, conversaciones cruzadas, expresiones de rostros que intentan no quebrarse. Hay un café recién colado que no puedo tomar, y una lista de cosas que olvidé traer.
Aun así, sonrío.

He decidido vivir mi vida lo más normalmente posible.
Una decisión que me cuestiono todos los días, porque muchas veces lo que proyecto no coincide con la “normalidad” que verdaderamente estoy viviendo.

Ya empiezo a sentir los efectos del tratamiento:
El cansancio, la hinchazón, la constipación, los calambres, los dolores…
Pero más allá del cuerpo, lo que más pesa es el desgaste emocional.
La sensación de que si yo no muevo la rueda, todo se detiene.
Tener que estar pendiente de mí, y de todos a mi alrededor.

Este nuevo camino, aunque se parece al anterior, es completamente diferente.
Y estoy aprendiendo que cada quien está sumergido en sus propias batallas, que debo hacer lo que me toca, y que es mi responsabilidad aceptar lo que no puedo cambiar sin renunciar a mi dignidad.

Porque al final, las cosas no son como creo que deben ser…
simplemente son como son.

Después de 2 horas y media de espera, me llaman al sillón.
Me administran el tratamiento.
Luego, paso a consulta.
Recibo la indicación para la próxima sesión.
Debo regresar al mostrador para que preparen una cotización.
Y si no lo hacen, me tocará llamar.
Y luego volver.

Y en tres semanas… repetir el ciclo.

Sé que Dios tiene un propósito con mi existencia.
Estas líneas, más que un desahogo, son una crónica desde los ojos de quien lo está viviendo.

Lo único de lo que estoy segura es de esto:
sigo aquí. Y sigo apegada a la vida.

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